He estado en tantos lugares que no los recuerdo todos. Puedo señalarlos en un mapa, pero no podría decir lo que vi o hice en ellos. Aunque, quizás, no es porque sean muchos, sino porque mi memoria ya no es lo que era. Sospecho, además, que es selectiva, que después de tanto vivido no quiere cargar con recuerdos inservibles. Recuerdos inútiles, anodinos, sin carácter porque los sentimientos que evocan se quedaron siempre en la superficie; nunca me calaron hasta el alma. Algunos, incluso, de paisajes magníficos o edificios majestuosos, en lugares a los que no les puedo poner nombre. Otros, de personajes que pasaron de puntillas por mi vida. Alguna cara vislumbro, como borrosa, cuando pienso en algún momento concreto, sin poder recordar al amigo, o al enemigo, que fue.
A veces quisiera acordarme, no ya por mí, sino por mi nieto. Quisiera darle un adelanto de lo que tiene ante sí, de todo lo que está a su alcance. «Abuelo, no te enteras», me suele decir cuando me ve torpe y confuso ante tanta nueva tecnología. No, no me entero. No me entero de nada que tenga que ver con un aparatejo moderno, pero he vivido, y mucho. A veces, por orgullo, le hablo de alguno de mis éxitos, de mis viajes, de cosas que me parecen importantes. «¿Qué tiene eso que ver, abuelo?», dice para retarme pero, en el fondo, puedo adivinar su admiración. Aunque cada vez me cuesta más despertar en él la sorpresa, ver sus ojos fijos en mí pidiéndome más detalles. Hurgo en mi memoria, pero los recuerdos se me escapan como si fueran granos cayendo en un reloj de arena que no puedo voltear.
Unos recuerdos me abandonan y otros me arropan. Estos no los he elegido yo, me han elegido ellos, pues no tengo que hacer esfuerzo alguno para retenerlos. Basta con que me acerque a La Mota y eche a andar hasta el segundo molino. Veo entonces a mi padre enseñándome a poner el cebo en el anzuelo. Recuerdo su cara morena y curtida por el sol de muchos veranos, su sombrero de paja con una banda negra, la tranquilidad de su mirada clavada en algún punto del Mar Menor. Nos pasábamos horas, en silencio, día tras día. Yo tratando de adivinar lo que pensaba mi callado padre; él simplemente estando. Mi madre se extrañaba de que, un chiquillo tan inquieto como yo, pudiera pasar tanto tiempo sentado sin moverse. Yo también me lo he preguntado alguna vez al pensar en aquellas largas tardes. Aunque, seguramente, me importaba más compartir aquellos momentos con mi padre que corretear detrás de una pelota o montar en bicicleta. Desde pequeño debía intuir que aquel tiempo ocioso pasado a su lado sería importante una vez que él ya no estuviera con nosotros. Además, mi cuerpo estaría quieto, pero mi mente no paraba. Anticipaba las felicitaciones de mi madre al mostrarle la gran pesca que llevaríamos de vuelta a casa, fantaseaba con colarme con sigilo en el balneario de las monjas o me imaginaba cómo sería la vida de la afortunada familia propietaria de Villa Juanita. De pronto, el sedal se movía y todo se precipitaba. La espera iba a obtener su recompensa. Mi padre sonreía con disimulo, contento de verme entusiasmado. A menudo, el anzuelo emergía del agua vacío, pero haber estado tan cerca de la deseada captura siempre me hacía poner mayor empeño la vez siguiente.
Quizás recuerde con tanta facilidad esos veranos porque poco ha cambiado. Es cierto que la gente no es la misma. Reconozco pocas de las caras con las que me cruzo. Muchos nos dejaron, es ley de vida; sin embargo, lo esencial permanece. El amanecer sigue tiñendo de plata el agua rosada de las salinas y la silueta brumosa de La Manga recuerda que el paraíso acaba, unos metros más allá, entre cañas. Los flamencos han debido de entenderlo; cada año hay más. Como yo, también han viajado, pero se encuentran tan bien aquí que ni siquiera les importa compartir espacio con humanos enlodados de los pies a la cabeza. Mi nieto también quiere echarse los barros cada verano. «Pero a ti, ¿es que te duele algo?», bromeo. Por las noches querrá ir a la feria y, dentro de unos años, a divertirse a La Curva.
Llegado septiembre, todo eso pasará a un segundo plano. El curso, los amigos, el piso en una ciudad sin vistas al mar, le harán olvidar durante unos meses todo lo disfrutado en unas pocas semanas. Hasta que vuelvan los desayunos con churros, las excursiones a La Llana en bicicleta, las calurosas tardes de parchís y cinquillo, el pescadito frito y los paseos después de tomarse un helado. Así, verano tras verano. Y quizás, cuando tenga mi edad, y camine como yo, de mañana, entre los molinos salineros Quintín y Calcetera, recuerde todo eso y se sentirá para siempre unido al Mar Menor.
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