2069

Hoy hace cien años que el hombre llegó a la luna y, sin embargo, la noticia que ha tenido más eco es la de unos jóvenes condenados a largos meses de reclusión por haberse abrazado sin ser pareja registrada. Me ha extrañado que la policía siguiera persiguiendo ese tipo de comportamiento con tanto ahínco. Las redes sociales se han llenado de comentarios en pocas horas; unos, escandalizados ante la dureza de la pena impuesta y reclamando mayores libertades individuales, otros, aprobando la sentencia pues “son comportamientos que ponen en peligro a la sociedad entera”.

Mi mujer, como esperaba, piensa como estos últimos. Nunca ha consentido que la besara en la boca y nuestros contactos más íntimos siempre han tenido como intermediario el plástico de un preservativo; aunque en parejas casadas esté permitido eludir su utilización. Pero eso no me molesta, estoy acostumbrado. Con lo que sueño es con poder juntar mis labios con los suyos como hacen en las películas antiguas. Se preguntarán cómo sé lo que pasaba en aquellas películas pero, entenderán que a pesar del anonimato que este texto sin firma me concede, no puedo desvelar cómo me las procuro. Y si no, que se lo digan a la pareja recién condenada. No me ha quedado todavía claro si los pillaron in fraganti o si fue a raíz de una denuncia.

Nuestro Líder Supremo ha sido uno de los primeros en felicitarse por la noticia y la “eficacia de nuestro sistema”. Su mensaje es unos de los que más likes ha cosechado aunque, como muchos sospechan, posiblemente la mayoría sean falsos. De hecho, de un tiempo a esta parte estoy notando ciertos aires de apertura. Muchos amigos me hablan sin tapujos de los besos y abrazos que dan a sus seres queridos. Debo reconocer que yo, en ocasiones, también lo hago con mi hijo, cuando su madre no nos puede sorprender.

Espero que, paulatinamente, nuestro Líder relaje ciertas normas. Cuando lo digo en voz alta, mi mujer me tacha de ingenuo. Pocos piensan que cambiará la política que ha impuesto desde hace ya tantos años. Y, por desgracia, todavía queda lejos el momento en que otra persona ocupe su puesto, él es aún relativamente joven y, lo más seguro, solo su muerte dará paso a un sucesor. Espero, sin embargo, que quien lo reemplace afloje un poco la mano. En todo caso, será alguien con otra perspectiva, con otras vivencias. Algunos achacan la rigidez de nuestro Líder a las pérdidas personales que sufrió en cada una de las olas epidémicas de los años veinte. Recuerdo que la primera, la del coronavirus, la viví con expectación. Ya semanas antes, se rumoreaba que cerrarían los colegios y yo solo pensaba en las vacaciones que aquello prometía. Conforme fueron pasando las epidemias, los años siguientes, lo que me alegraba eran los rumores sobre la posible vuelta a la normalidad. En aquellos momentos de tedioso encierro, lo que más anhelaba era poder jugar al futbol en los recreos. Sin embargo, la “normalidad” de mis primeros años, nunca se recuperó por completo. Afortunadamente, mi familia sobrevivió a aquella triste década. Otros, no pueden decir lo mismo. La desgracia se cebó, como siempre, con los que menos tienen y las poblaciones de ciertos países y continentes, como sabéis, se vieron diezmadas.

Todos los días agradezco haber llegado hasta aquí a pesar de cómo nos ha cambiado la vida. La suerte es que nuestros hijos no han conocido otra cosa y no pueden comparar. Y yo, bueno, debo reconocer que mis recuerdos son borrosos y la censura de contenidos “inapropiados” ha hecho el resto. A menudo me pregunto cómo lo debe vivir una mujer como mi madre. La miro, a veces, sin que ella se dé cuenta, intentando descubrir nostalgia en el fondo de su mirada. Nunca lo he conseguido. Suele comentar, optimista como es ella, que no siempre “todo tiempo pasado fue mejor”, que los cambios también traen cosas buenas y, aunque no fuera así, me dice: “No hay mal que cien años dure”. Cuando le pregunto si no echa de menos el contacto físico, tan extendido en su época, me contesta que el cariño no se ha perdido y que lo que antes se demostraba con gestos, ahora se hace con palabras y hechos. Es cierto que, nunca antes de las epidemias, se había dicho tan a menudo “te quiero”, “me importas”, “pienso en ti”. Frases que ganaron en uso, en aquel entonces, ante la posibilidad de ser lo último que te escucharan tus seres queridos y que, ahora, no dejan de oírse. Y qué decir de la ola de solidaridad que los persistentes virus desencadenaron. Hoy es el centenario de la llegada del hombre a la luna pero también es el Día Internacional de la Generosidad. Esta tarde, saldremos a las ocho a nuestros balcones para aplaudir a los muchos que ofrecieron ayuda, compartieron sus creaciones o hicieron tremendos esfuerzos y sacrificios para que hayamos llegado sanos y salvos al día de hoy.

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