Estos días he visto una serie de tuits denunciando micromachismos (aunque a algunos el prefijo “micro” les sobre). En concreto @veschwab (escritora con varios números 1 en el New York Times) enumeraba sus experiencias y manifestaba su hartazgo. Me ha pillado leyendo un libro con un título a la vez provocador y perspicaz: Cómo acabar con la escritura de las mujeres. Joanna Russ, la autora, identifica y describe los métodos utilizados para minimizar los logros de las mujeres en la literatura. Escribió su libro en los ochenta y muchos de sus ejemplos los saca de períodos de la historia que se nos hacen lejanos. Aun así, las experiencias que muchas escritoras comparten habitualmente demuestran que algunos de esos métodos perduran, aunque sean en versiones más sutiles. Russ destaca los siguientes:
Prohibición
Lejos quedan, al menos en esta parte del mundo, los períodos en los que las mujeres tenían vetado el acceso a la educación y en los que su formación se centraba en habilidades útiles a su condición, como la costura. Sin embargo, destaca Russ, la prohibición se puede ejercer de otras maneras. Por ejemplo, dificultando el acceso a los recursos necesarios para poder escribir. Entre ellos, el tiempo (reducido cuando ellas siguen realizando la mayoría de las tareas familiares y domésticas) y el espacio (la habitación propia que preconizaba Virginia Woolf).
Negación de la autoría
Cuenta Ana Ballabriga, en uno de sus capítulos de La gota de sangre sobre Anna K. Green (una de las pioneras de la novela policíaca), que el senado de Pensilvania debatió si su novela “El caso Leavenworth” podía haber sido escrita por una mujer. A pesar de lo absurdo, opina Russ, que el argumento “ella no lo ha escrito” puede ser, otras formas derivadas de la misma idea han persistido durante años. Así la obra se atribuye a “la parte masculina” de la autora o a la escritora se la presenta como una persona que es “más que una mujer”.
Contaminación de la autoría
Con ello se refiere Russ al argumento “lo ha escrito ella, pero no debería haberlo hecho”. Al hacerlo se ridiculiza, demuestra que no es una mujer “decente” o normal. El ejemplo citado que más me ha llamado la atención se refiere a Jane Eyre (de Charlotte Brontë). De esta novela se dice que los críticos admitían abiertamente que era una obra maestra si la hubiera escrito un hombre, pero escandalosa o asquerosa escrita por una mujer. Russ considera que la utilización de seudónimos masculinos por autoras responde a este tipo de reacciones. También cuenta @veschwab, en su tuit, que un fan le confesó alegrarse de que utilizara un seudónimo, pues nunca hubiera elegido su libro si hubiera sabido que el autor era una mujer.
Doble estándar de contenido
De todos los métodos que explica Russ, pienso que este es uno de los que se pueden perpetuar durante más tiempo y, por lo tanto, son más perniciosos. Viene a decir que los temas que generalmente tratan los escritores (como la guerra) son importantes, mientras que aquellos en los que se centran las escritoras no lo son. Cuando Russ se refiere a la devaluación de las experiencias de las mujeres (consideradas como más limitadas y menos interesantes), he pensado casi automáticamente en una temática que desde hace poco ha ganado en protagonismo: la maternidad. No creo que haya estadísticas sobre el número de hombres que estén interesados y lean sobre este tema ni mi intención aquí es presentar un análisis empírico. Me he fijado simplemente en un libro: Quién quiere ser madre de Silvia Nanclares. Tiene 198 “ratings” en Goodreads, cinco de hombres (tres de ellos le dan 2 de 5 estrellas), 190 de mujeres y otros tres cuyo perfil no deja ver en qué grupo estarían. ¿Deberían las escritoras escribir solo sobre temas interesantes para los hombres?
Falsa categorización
Russ presenta numerosos ejemplos de las distintas formas en que, lo que ella llama “falsa categorización”, se presenta. Básicamente, consiste en presentar a la mujer, no por sus cualidades como escritora si no por el tipo de vida (a menudo disoluta para los cánones de la época) que lleva o encajonándolas en ciertas categorías que poco tienen que ver con la literatura. El ejemplo más claro, que todavía se ve de vez en cuando, es cuando se presenta a la escritora como “la mujer de” o “la hija de”, como si sus propios méritos no fueran suficientes.
Mala fe y aislamiento
Agrupo estos dos pues me parece que el segundo es consecuencia del primero. Con “mala fe”, Russ se refiere a contextos culturales que denigran a la mujer y que los “privilegiados” de ese status quo mantienen con poco esfuerzo. El método al que se refiere como “aislamiento” consiste en pretender que un libro en particular de la autora ha sido un logro aislado.
Anomalización
Para ilustrar este método, Russ se refiere a manuales y antologías sobre literatura anglosajona y muestra cómo, incluso en épocas donde empiezan a haber una mayor abundancia de autoras, ellas representan en torno al 5% del total de autores citados. Así, la poetisa, novelista, ensayista, es más bien una anomalía, la excepción que confirma la regla (según la cual la excelencia literaria está solo al alcance de los hombres). Confío que, conforme pasen los años, la anomalía será precisamente ese reducido número de autoras en antologías. Desgraciadamente, persiste cierta inercia. A menudo leo artículos tipo “los X mejores libros de”. De un tiempo a esta parte, voy directamente al listado y juego a adivinar quién ha escrito el artículo. Cuando, veo que la inmensa mayoría de los libros son de autores, deduzco que es un hombre el que ha escrito el artículo. Rara vez me equivoco. Las listas elaboradas por mujeres suelen ser más paritarias. Encontrarás más sobre este tema en mi post Escritoras.
Falta de modelos
Este podría ser más una consecuencia que un método en sí mismo. Está demostrado a todos los niveles, más allá de la literatura. La presencia de mujeres en roles o puestos antes exclusivamente masculinos anima a otras mujeres a emprender ese mismo camino. Russ cuenta una anécdota personal de su primer año de universidad. El chico con el que salía le preguntó cómo era capaz de reconciliar su deseo de ser novelista con el hecho de que ninguna mujer había producido “excelente literatura”.
Reacciones y estética
Encuentro que estos dos últimos no son métodos propiamente dichos. Para ilustrar el primero, Russ enumera diversas reacciones por parte de escritoras al argumento “las mujeres no saben escribir” pero, opina, sin rebatirlo. Por ejemplo, algunas se presentan como mujeres excepcionales, otras dan rienda suelta a la rabia y la amargura en su obra. Bajo el epígrafe “estética”, Russ destaca la errónea caracterización de la mujer en la obra de escritores, de la que dice que no es inocua. Menciona en particular “la incapacidad de Dickens de retratar a una mujer” o “las ensoñaciones misóginas de Hemingway”. El problema es que representaciones estereotipadas en la ficción refuerzan puntos de vista sexistas.
El libro de Joanna Russ me ha parecido algo árido y, a veces, me ha resultado difícil conectar con sus ejemplos, pues muchos se refieren a autoras anglosajonas de las que nunca había oído hablar y a épocas que dejamos atrás hace bastantes años. También me ha resultado repetitivo. Los mismos argumentos se presentan para ilustrar “métodos” que se presentan de manera individualizada. Aun así, resulta interesante y, desde luego, hará que en el futuro esté más atenta para identificar y evitar esos comportamientos que menosprecian el esfuerzo de las escritoras.
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Y lo que nos queda por aprender…