Hay una pregunta que me ronda desde la última conversación con Cintia. Siempre he oído hablar de los beneficios de la lectura, de como desarrolla el intelecto, abre al mundo y previene ciertas enfermedades, como la depresión. Nunca me había planteado que una actividad que me gusta tanto pudiera afectarte hasta el punto de empujarte a la locura.
Y, sin embargo, ejemplos conocidos existen. ¿Acaso no fueron los libros de caballería los que transformaron a Don Alonso Quijano en el Quijote o las novelas de amor las que obsesionaron a Emma Bovary con una vida que nunca podría ser la suya? Supongo que, gracias a su habilidad para recrear una realidad paralela, en la que el lector se puede refugiar, los libros pueden contribuir a evadirse de las cosas desagradables de la vida. De ahí a pensar que la “realidad” de un libro se pueda superponer a la realidad en la que vivimos, hay un trecho. No me cabe en la cabeza que un libro pueda considerarse un arma peligrosa.
¡Lo que daría por volver a tener a mano la biblioteca de casa de mis padres! Durante un tiempo, el libro que me ha acompañado ha sido La historia interminable de Michael Ende. Lo leía y releía. Me adentraba en sus páginas, maravillada, como quien se pasea por un vergel exuberante. Sí, esa era la sensación más parecida. Leerlo era como entrar en el paraíso. De hecho, hasta ahora, no había caído en la cuenta de que Ende es el anagrama de edén. Me lo había prestado la chica rubia del fondo del pasillo. No sé si se lo habrán devuelto. Si no, me gustaría disculparme por su pérdida. No había sido fácil esconderlo en aquella habitación tan vacía de muebles. Habían tardado, pero, al final, lo habían encontrado. Reconozco que reaccioné desmesuradamente, aunque no creo que mereciera ser trasladada a esta ala del edificio.
Echo de menos la tranquilidad que antes tanto me hastiaba. No paran de oírse los gritos de mis vecinas o el ruido que alguna hace dándose golpes contra la pared. ¿Cómo se puede llegar a tal situación? La única ventaja es la vista; es preciosa. Me gustaría poder disfrutarla, recostada en la cama, pero, entonces, los barrotes me la cortan en pedazos. Tengo que acercarme a la ventana y quedarme allí, de pie. No aguanto mucho. Estoy a menudo cansada y me paso la mayor parte del tiempo echada en el colchón. Ahí es donde estoy mejor. Me acuesto boca arriba, los brazos relajados a lo largo del cuerpo y, espero, espero a que venga las imágenes. A veces no aparecen y tengo que cerrar los ojos unos instantes para invocarlas. Al poco, cuando miro de nuevo hacia el techo, aparecen los colores. Siempre me he preguntado por qué es así. Por qué no es un objeto, un animal o cualquier otra cosa lo que surge sobre el fondo blanco. Solo cuando los colores han cubierto todo el espacio que abarca mi mirada, aparecen las imágenes.
En nuestras sesiones, Cintia me ha pedido más de una vez que le hable de ellas. Me excuso diciendo que no las recuerdo, que me relajan tanto que me duermo y, luego, cuando me vuelvo a despertar, las he olvidado. No me interesa hablarle de lo que veo. Ya lo hago, largo y tendido, con las personas que me visitan. Entran por los resquicios de la puerta acolchada, burlando la vigilancia del personal de bata blanca. Hablar de las imágenes del techo da para mucho. Evocan historias vividas. No las mías, mi corta vida no acumula tantas. Sin embargo, a mis acompañantes, nunca les faltan.
Las visitas que prefiero son las de mi abuelo. Me cuenta viejas historias de familia. Algunas ya se las había oído, cuando estaba en vida, pero siempre añade detalles que yo desconocía hasta ahora. Supongo que poder de nuevo conversar con los familiares que las protagonizaron en su momento debe haberle ayudado a refrescar la memoria. También me gustan las visitas de desconocidos. Debo reconocer que, en un primer momento, despertaban en mí, si no miedo, al menos recelo. El tiempo ha demostrado que no tengo nada que temer y mucho que aprender de ellos. Me hablan de mundos de los que no conocía su existencia, de personas que no son como nosotros y de dioses extraños. En cierta medida, compensan la falta de libros. Aunque ya no sea yo la que elige la historia, agradezco el tiempo que pasan a mi lado contándome sus vidas.
Son muchas las historias que me han rodeado en estos últimos meses. Tantas que me gustaría contarlas, compartirlas para que alguien más pueda disfrutarlas. Sería egoísta quedarme con ellas. Aquí no puedo hacerlo. Ni siquiera Cintia, con su inmutable amabilidad, sería capaz de entenderlas. Por ahora debo armarme de paciencia, pero cuando salga de aquí lo haré, las compartiré. Sí, está decidido. Quiero ser escritora.