Hoy he entrado en tu despacho. Lo he hecho con los ojos cerrados para recrear tu presencia. La habitación todavía conserva tu olor, su olor. Ese olor a tabaco, a esfuerzo, a libros. Esta vez no he podido soportarlo y he abierto la ventana. Ese rastro que has dejado, ya no me reconforta. Ya no puedo pretender que vas a volver. El olor sigue ahí, pero tú ya no y la tristeza me ha embargado.
Me he puesto a mirar por la ventana dirigiendo la vista hacia donde tú lo hacías cuando te encontraba, de pie, junto a ella. Te preguntaba entonces: «¿La inspiración no llega?». Era una pregunta innecesaria. Tu mesa ya dejaba ver que así era. Cuando te llegaban las ideas te encontraba sentado; con todo tu cuerpo concentrado en la tarea de escribir. Tan concentrado que apenas te dabas cuenta de que yo estaba allí. Esperaba pacientemente en el umbral de la puerta a que levantaras la cabeza. Si la razón por la que me encontraba allí apremiaba, decía tu nombre en un susurro, para no ahuyentar a esa inspiración que con tanta ansiedad abrazabas. A veces, levantabas un dedo como pidiéndome que esperase un minuto. Me sentaba entonces en tu sillón de lectura, pues sabía que la espera sería más larga. Allí, de espaldas a la biblioteca abarrotada de libros, te observaba maravillada. Tan solo tu mano se movía sobre el papel, pero todo tu cuerpo estaba en eufórico trance.
Me encantaba verte así, pero, últimamente, era más frecuente encontrarte junto a la ventana. Tanto que había decidido espaciar mis visitas. No quería ver tu mesa llena de papeles desordenados, algunos víctimas de algún pronto. Como los folios hechos bolas que tu enfado no había conseguido meter en la improvisada canasta que te ofrecía la papelera. Cuando te percatabas que miraba hacia ella, te apresurabas a recoger los papeles arrugados y a colocarlos dentro. Te avergonzaba verme a mí agachándome para recoger el resultado de tu fracaso.
Te había comenzado a pesar bastante tener que apoyarte en mí. No creo que yo te diera señal alguna de que me molestara ocuparme de todo, subvenir a todo. Seguía siendo tu pilar, sin fisuras. O, si las había, eran causadas por un cansancio pasajero y no por que perdiera la confianza en ti. Tú, sin embargo, habías dejado de creer en ti mismo. Lo dejabas entrever con tu humor, que se había vuelto un tanto cínico. Cuando te reías de la situación, tus bromas habían perdido la ligereza de otros tiempos. El sabor amargo que dejaban tras de sí perduraba más que la sonrisa que tus ocurrencias forzaban en los que las escuchaban.
La falta de reconocimiento había herido de muerte tu optimismo, tu confianza. Yo me desvivía por mostrarte mi apoyo, por decirte que no tenía ninguna duda sobre tu talento y por convencerte de que los demás pronto se darían cuenta. Tú me decías que, a lo mejor, tenías que morir, como tantos otros, para que la crítica se fijara en ti. Intentabas dar a tus palabras un tono jocoso. Te comparabas con Van Gogh y tantos otros artistas, ignorados en su tiempo. «¿Quién sabe —me decías— lo mismo vas a ser rica cuando yo muera?». Yo protestaba ante tan macabra idea. Te repetía lo poco que me importaba el dinero. Sin embargo, tú eras consciente de lo mucho que me costaba hacerlo entrar en casa. Eso te quemaba por dentro.
Después de cerrar la ventana me he quedado todavía un rato mirando como tú lo hacías, hacia la animosa calle en la que esperabas encontrar tu inspiración. Me he fijado en los personajes que aquella vista ofrecía. Cada uno con su historia. Todos ajenos a mi mirada; moviéndose, unos con prisa, otros paseando y hablando entre ellos. Cada personaje único, pero perdido en la compleja madeja de la vida. De pronto, te he visto entre la multitud. Te has girado y, levantando la cabeza hacia la ventana, has sonreído. Una vez más, me has hecho feliz. Sin embargo, tus contornos se van difuminando poco a poco y me ha asaltado la duda de durante cuánto tiempo podré ver todavía tu sonrisa. Tengo miedo de que mi recuerdo la olvide, ahora que ya no estás.
Muchos se preguntan por qué nos has dejado. Algunos, dolidos, te tachan de cobarde y a mí me sorprende ver que ninguno piensa en ser mínimamente responsable. Quizás porque reconocer que deberían haber actuado de otra manera no alivia la pena. Sin embargo, no todos buscan razones o consuelo. Los hay, incluso, que te culpan de egoísmo por todo de lo que tu partida nos priva. Yo prefiero pensar en lo mucho que nos dejas.
Precioso relato lleno de expresividad y ternura.
Lo vuelvo a releer y vivo otra experiencia distinta, el relato es capaz de hacerte sentir tanto en tu propia piel que cada vez que lo leo es como si lo leyera por primera vez
Gracias!