El otro

Esta mañana, cuando me lo he encontrado delante, he bajado la vista. De todas maneras, tenía prisa y no estaba seguro de que me devolviera siquiera la mirada. El gesto o, más bien, la razón de mi gesto me ha intrigado la mayor parte del día. No era, sin embargo, la primera vez que reaccionaba así. Casi todas las mañanas nos hemos cruzado de igual modo. ¿Por qué entonces le estaba dando tantas vueltas en esta ocasión? ¿Había visto algo en ese rostro que me indicara que hubiera debido comportarme de manera distinta? No le había mirado a los ojos y, aun así, algo me decía que hubiera podido encontrar respuestas a alguna de las preguntas que me han perseguido desde entonces. ¿Qué era lo que me daba miedo descubrir en ellos? “Tristeza”, me he dicho en un momento de lucidez y un escalofrío me ha recorrido el cuerpo. He mirado alrededor por si alguien se había dado cuenta de mi reacción, pero todo el mundo, en aquella parada de autobús, estaba en su propio mundo. Incluso el padre que esperaba con su hijo sentado en el exiguo banco debajo de la marquesina parecía estar en un lugar muy lejos del que se encontraba su niño. Una adolescente cambiaba el peso de un pie al otro mientras miraba su móvil y un señor de cierta edad daba pasos nerviosos de un lado para otro, como si el autobús estuviera tardando aquella mañana más de la cuenta. Todos coincidíamos prácticamente todos los días en aquella parada, pero nuestras burbujas jamás se rozaban, nuestras miradas nunca se cruzaban y nuestras bocas jamás se dedicaban un mísero: “Buenos días”. ¿Por qué entonces me importaba tanto lo que había pasado momentos antes? ¿No era lo más normal concentrarse en lo que hacemos o tenemos que hacer que en las personas que, al fin y al cabo, solo forman parte del paisaje? ¿Qué interés podría tener entablar conversación con alguno de ellos?

Supongo que pensareis que estoy, simplemente, buscando excusas. Tenéis razón. No puedo comparar el interés que pueda tener gente anónima con el que merece alguien conocido. Si no, mi cuerpo no se hubiera sobresaltado de esa manera cuando la palabra “tristeza” había asomado por una rendija. Pero no, no podía ser tristeza; cansancio quizás. De reojo me había parecido ver unas oscuras ojeras. ¿Qué importancia podían tener, no nos pasa a todos a menudo? Una mala noche, unas horas de sueño más cortas porque nos hemos quedado viendo una serie o queríamos terminar un libro. ¿No es fácilmente explicable? Explicable y, a la vez, transitorio, pues ¿acaso no se puede recuperar el sueño perdido la noche siguiente? Sin embargo, si le seguía dando vueltas era porque sabía que, lo más seguro, no se trataba tan solo de cansancio. ¿Por qué entonces le había negado mi mirada aquella mañana? ¿Qué costaba decir: “Estoy ahí si me necesitas”? “Eso es una pérdida de tiempo”, pensará más de uno. Eso es lo que me ha debido de pasar por la cabeza esta mañana cuando lo he tenido delante de mí. Malditas prisas. Si mi madre todavía viviera seguro que me diría que no merece la pena. “Por mucho que alguien te haya decepcionado, no dejes de perdonarle; la frustración es la mayor enemiga de la primera ley de la termodinámica”, me solía decir. Mamá, desde tu tumba me has hecho sonreír. Si la mencionabas tanto en clase como en casa, seguro que todos tus alumnos siempre recordaran que la energía ni se crea, ni se destruye; tan solo se transforma. Sin embargo, para ti, la frustración era la mayor máquina inventada por nuestro cerebro para destruir energía. “Tienes razón, mamá, lo voy a hacer, le voy a perdonar todo, esta noche sin falta”, le he prometido.

Al poco me ha asaltado la duda, ¿seré capaz de mantenerle la mirada? Aquello quizás requería práctica, no sería fácil de un día para otro. ¿Qué podría decirle? Porque, acompañando el gesto con palabras, prolongar el momento, quizás era más sencillo. Si no, el riesgo sería, apenas el contacto iniciado, desviar la mirada y darme la vuelta para dedicarme a otra cosa. ¿”Perdón”? No, no creo que tuviera el valor de pedirle perdón. Eso sí que tornaría el intento en incómodo, incluso, ridículo.

En un momento había mirado el reloj y me había asustado el tiempo que le había dedicado, sin avanzar lo más mínimo, al tema. De todas maneras, ¿para qué prepararse? Llegado el momento, todo lo que hubiera proyectado seguramente se esfumaría. Se me olvidarían tanto las palabras como los gestos a los que tanta reflexión había dedicado. A todos nos pasa y, a mí, todavía más; sobre todo si se trata de algo importante. Y, aquello, cuanto más tiempo le dedicaba en mi cabeza, más importante se volvía. Me estaba poniendo nervioso. Si seguía así no lo haría. Llegado el momento, posiblemente, iba a decirme, “mejor lo dejamos para otro día”. Quizás, si me sintiera cobarde me diría que, de todos modos, no tenía tiempo. Qué mejor excusa. Pensé de nuevo en la relación entre la frustración y la primera ley de la termodinámica y, lo único que se me ocurrió para darme ánimos fue rememorar esa sensación de tristeza que no lo era, pero que tampoco era cansancio. La preocupación y los remordimientos volvieron al instante. Levanté la vista y me vi de vuelta, a pocos metros de donde nos habíamos cruzado aquella mañana. “Justo a tiempo”, me dije. Ahora solo debía aguantar escasos minutos, estirar todo lo posible mis remordimientos para que el coraje no me abandonara en el último momento. Por suerte, no lo hizo. Me coloqué delante de él, de tal manera que no pudiéramos evitarnos más. Tal como había previsto, ninguna palabra salió de mi boca. Tan solo mantuve la mirada y quizás esa mirada lo dijo todo, pues el espejo me devolvió una sonrisa.

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4 comentarios sobre «El otro»

  1. En estos días de mascarillas y distanciamiento social impuesto, las miradas están sacando mucho partido de su enorme potencial comunicativo.

  2. Cuanto puede decir una simple mirada, el gran reto social del desconfinamiento será compensar con miradas las sonrisas y saludos que no dejan ver las mascarillas, los abrazos frustrados, las manos que no se tocan…

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